Del blanco puro al Saturnismo: Goya y una enfermedad ocupacional sin retratar.
La tarde en Madrid que esperaba un ajetreado entramado de vuelos y conexiones hacia Caracas, me obligué a dejar el aeropuerto de Barajas unas cuantas horas y aprovechar el desastre de la aerolínea para visitar el Museo del Prado. Es probable que esta breve introducción de explicar el porqué del desastre no guarde una relación con el título de este artículo, lo cual, no puedo negar. Tampoco es una invitación a no tomar «cierta aerolínea venezolana» como opción de vuelo. Es más bien, desde la perspectiva del vaso medio lleno, que la vida por norma, es un desdichado desorden y solo la adaptación fugaz a lo inverosímil, puede hacer que hagamos de una tarde terrible, un artículo de cultura y viaje. O al menos eso he intentado al concluir esta narración.
El itinerario del viaje al momento de confirmar la compra de los boletos era teóricamente el siguiente: Barajas-Maiquetía y la vuelta, alternaban los mismos destinos. Sin embargo, con el escaso paso de los días comenzaron a llegar los correos (algunos condenados a la carpeta de Spam) donde informaban, sin lamentarlo mucho, que el Madrid – Caracas se vería interrumpido por una breve escala de doce horas en Estambul y que la vuelta sería igual.
Pensé con inocencia que pasar de nueve horas de vuelo a casi veinticuatro horas más, no implicaría muchos cambios. Además, esperar en la capital turca unas cuantas horas no me parecía una terrible noticia. La sorpresa sobrevino cuando ya volando (nuevamente) sobre Madrid (casi cuatro horas desde Estambul) anuncian por la megafonía del avión: Que dada las condiciones (entiendo que no precisamente ambientales) el vuelo tenía que hacer una nueva escala: La Habana (y luego con suerte, Caracas, pensé). Entonces en estas casi treinta horas sobre el atlántico, entre letargos de somníferos poco efectivos y viejas películas, me vino a la mente la curiosa imagen de un Francisco Goya intoxicado con sus propias artes. Un pintor sufriendo por su ocupación.
Retomando lo que fue aquella tarde, en víspera del dilatado viaje, calculé las horas suficientes y con premeditación tome un taxi desde Barajas al centro de Madrid y previniendo el tráfico del turismo a la entrada del Museo del Prado, reserve un boleto en la web. En las casi dos horas estimadas habría de poder apreciar la Inmaculada Concepción de Tiepolo, Las Meninas de Velázquez, El jardín de las Delicias de El Bosco y por supuesto, entre otras tantas obras maravillosas, 3 de mayo de Goya.
La biografía de Francisco José de Goya y Lucientes se encuentra disponible a merced de la digitalización, en cuanto a las profundas deliberaciones de los rincones misteriosos de sus años, han sido debatidas por todos los grupos dedicados y especializados a la vida y obra de este memorable pintor español.
Dentro de los retratos de su vida, encontramos las enfermedades.
La enfermedad de Goya ha sido relacionada con un largo repertorio de posibles diagnósticos, entre los que amontonó (en un escueto filtro, como un montículo de piedras) cuatro preeminentes: la intoxicación por el plomo, sífilis, la malaria y el extraño Síndrome de Susac.
Toda esta teoría fisiopatológica bajo el lema de “atribuir enfermedades raras a hombres excepcionales”
La búsqueda bibliográfica identifica como punto de quiebre en la salud de Goya, el viaje a Andalucía en 1793 que de forma radical cambia dejando una terrible secuela, la sordera absoluta. Durante ese año el pintor sufre acufenos persistentes «sensaciones permanentes de zumbidos y pitidos dentro del cráneo» acompañados de vértigo, pérdidas aguda de la visión, fiebre, dolores abdominales, náuseas y sincopes (perdida de conocimiento).
La contestación remitida desde Zaragoza por el fraternal amigo de Goya, Martín Zapater, que recibió al pintor en su residencia de Cádiz con un amigo en común (Sebastián Martínez) describe el estado y pronostico del pintor:
“Amigo y dueño: La estimada de Vuestra Merced de 5 del corriente me ha vuelto a dejar en el mismo cuidado de nuestro amado Goya, que la primera que recibí, y como la naturaleza del mal es de las más temibles, me hace pensar con melancolía sobre su restablecimiento”
Quienes le recomendaron a Goya dirigirse a Cádiz en demanda de asistencia médica de calidad, habían acertado pues en la ciudad atlántica, por razón del Comercio y de la Armada, estaban los médicos y afamados especialistas miembros de relevantes y pioneras corporaciones científicas prestando sus servicios profesionales.
Goya se recuperó de esta terrible enfermedad, al menos de los dolores y regresó a Madrid hacia abril o mayo de 1793. Nada sabemos de los tratamientos que al enfermo se le recomendaron; de los síntomas y la evolución seguida.
“Recuperaría sus facultades después de varios meses, aunque persistirá una sordera total y definitiva”
Durante el tiempo que dura la enfermedad no puede trabajar (una incapacidad temporal en tiempos modernos pero ¿Quién le pondría a esta limitación como una contingencia laboral?).
Este episodio patológico resulta aún misterioso y controvertido, pues la información proviene exclusivamente de su correspondencia o la de sus amigos. Las descripciones son imprecisas y no hay registros médicos de la época disponibles. Lo reseñado en las cartas de aquel tiempo prescriben dataciones confusas y erróneas que no son correlativas ni subsecuentes. A posteriori, a partir del entramado de correspondencias y descripciones históricas se han señalado varios diagnósticos: poliomielitis, meningitis bacteriana, meningitis sifilítica, intoxicación por plomo, epilepsia, enfermedad de Ménière, accidente cerebrovascular, vasculitis, síndrome de Vogt-Koyanagi-Harada y síndrome de Cogan.
Entre la descripción clínica de sus síntomas y el análisis crítico de su obras, la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland (UM SOM) desarrolló un diagnóstico que luego la Sociedad Española de Neurología explicaría “Goya probablemente sufría de una enfermedad autoinmune llamada síndrome de Susac. Sus principales síntomas son la alteración de la función cerebral, así como la pérdida de la visión, el equilibrio y la audición. Aunque la mayoría de estos síntomas suelen desaparecer con el tiempo, los pacientes pueden sufrir de pérdida permanente de la audición".
La intoxicación crónica por plomo parece un proceso infrecuente en la actualidad. Sin embargo, la escasa y poco específica sintomatología asociada con la toxicidad crónica a bajo nivel puede llevar a que no se tenga en cuenta esta posibilidad diagnóstica. En algún momento recibí un artículo (enviado con interés por la Dra. Susana Erviti) escrito por el Dr. Arturo Mohíno Cruz sobre el trabajo de otro galeno, Ignacio María Ruiz de Luzuriaga que descubrió como causa de una epidemia de cólicos abdominales acompañados con focalidades neurológicas en España del siglo XVIII, la intoxicación por plomo.
Los resultados de su estudio fueron motivo de una publicación en la Real Academia de Medicina que llevaba por título “Disertación médica sobre el cólico de Madrid”, y que daba comienzo con la siguiente aseveración: Pocas enfermedades hay tan terribles y penosas como el cólico, ni tan raras y difíciles de observarse por la variedad de síntomas que la acompañan.
El cuadro clínico recordaba al que presentaban las víctimas francesas del cólico de Poitou: dolor abdominal agudo, estreñimiento severo, vómitos, eructos y, en algunas ocasiones, convulsiones y parálisis, descrito por Claude Burlet (Primer médico de Cámara de Felipe V). El diagnóstico contemporáneo de una oclusión o pseudooclusión intestinal fue presentado en el Journal des Savants en 1714 ante la Academia de Ciencias de París, que arremetía de forma epidémica tanto a los españoles como a extranjeros que residían en la península.
Cuarenta años después de aquel congreso, el médico François Thierry, consultor del Rey de Francia que se trasladó a España para estudiar la influencia del clima sobre la evolución de las enfermedades y al llegar a Madrid, objetivó una situación de alarma (hoy en día, epidemiológica). La epidemia tenía una alta incidencia y mortalidad, con características de dolor intenso asociado a convulsiones y sin un claro componente social, pero le recordó al síndrome de los artesanos de La Charité, intoxicados por plomo. Aunque su teoría fue refutada por James Hardy en el transcurso de esa misma década, argumentado que la hipótesis del clima carecía de sentido ya que el de clima madrileño era similar al de otros muchos lugares donde no padecían el cólico. El médico inglés insistía en que la causa estaba en el barro vidriado que se utilizaba en España y el medio de propagación podría ser el vino, algo parecido a lo que sucedió en su tierra natal con la sidra y la cerámica del condado de Devon.
En 1791 se publicó en Barcelona «Noticia de los daños que causan al cuerpo humano las preparaciones del plomo, ya administradas como medicina o ya mezcladas fraudulentamente con los alimentos de primera necesidad» por el médico Vicente Mitjavila Fisonell, quien también había presentado trabajos sobre otras intoxicaciones como los peligros del mal estañado, de la adulteración del vino y de la horchata, así como del barro vidriado defectuoso. En su monografía sobre los efectos nocivos del plomo no se mencionaba el cólico de Madrid, pero se advertía de síntomas similares asociados al saturnismo.
En la próxima revisión de este caso, comentaremos las pruebas complementarias y por supuesto, el aclamado diagnóstico. Mientras tanto, la sala numero seis queda a la disposición de sus habituales habitantes, los lectores de Nanacinder.
Hasta la próxima, JNDF.