El lugar de los monstruos
de G.M. Lancet.
Cuento gótico infantil de fantasía, presentado por el proyecto editorial Nanacinder.
Cuento gótico infantil de fantasía, presentado por el proyecto editorial Nanacinder.
En un país lejano, había un monstruo llamado Eco. En ese mismo país, cuyo nombre no vale la pena mencionar, existía un lugar feliz. Libre de monstruos y habitado únicamente por niños, inocentes, alegres e ilusionados, que no conocían el mundo ni distinguían el bien y el mal. Eran niños sin padres.
En ese sitio, a todo se le llamaba por su nombre, sin embargo, el hogar de los huérfanos, limitaba con un bosque oscuro. Un bosque de árboles retorcidos. Árboles horrendos, decían los niños. A las cosas, se les llamaban por sus nombres. Los niños en el orfanato no se apiadaban de los pobres árboles, secos y carentes de follaje en cualquier época del año. Se reían de ellos y estos, sin embargo, no respondían nada. No se defendían. Apenas había un huérfano que se apiadaba del feo bosque. Un niño de cabello rojo como el fuego.
—Cobarde, cobarde —le gritaban los niños cuando el chico de cabello rojo hablaba a favor del bosque. A las cosas se les llamaban por su nombre y el niño en verdad era cobarde y los otros, podían ser crueles.
No obstante, había algo dentro del bosque que no se le podía llamar por su nombre.
—Cobarde, cobarde, cobarde, cobarde… —dijo desde la oscuridad.
Algo que solo se le podía llamar por otro nombre los observaba entre la maleza.
Los huérfanos se quedaron helados, duros como piedras, aquella voz era perversa. Profunda, pero distante, carecía de un tono propio y era más bien como el resultado de robar muchísimas voces y volverla una única voz sin dueño.
—Es la voz de un monstruo —dijo atemorizado uno de los niños.
—Imposible, imposible —dijo otro—, aquí no hay monstruos.
—No hay monstruos, hay monstruos, monstruos, monstruos, monstru… —respondió la voz del bosque y los niños echaron a correr, todos a excepción de uno, el chico de cabello rojo.
Se quedó quieto, tan quieto como un felino a la espera de su presa. Sus piernas no respondieron. El niño de cabello rojo era cobarde y tuvo tanto miedo que no pudo pararse a pensar cuánto temor sentía. Había un monstruo en el lugar donde no habían monstruos, entonces, sintió que ya no se podía decir que era un lugar sin monstruos, pues allí, a las cosas se le llamaban por su nombre.
Por las ventanas del orfanato, los niños asomaron sus cabezas en dirección al bosque y al niño de cabello rojo, que continuaba petrificado del miedo. Pasaron minutos y nada ocurría, el monstruo ya no había vuelto a decir nada, sus corazones se aliviaron y todo fue volviendo a la normalidad. Aunque normalidad, no era el nombre de aquella sensación, pero los niños no encontraron la palabra adecuada y tuvieron que llamar a eso por un nombre equivocado.
Esa noche nadie pudo dormir bien, en especial el niño de cabello rojo, que temblaba del miedo y asomaba su cabeza en dirección al bosque. Esa noche, nadie le llamó cobarde, aunque supo que lo era, más que nunca antes en su vida. Pero pasaron los días y como es recurrente en los niños, el miedo aflojó y pronto, la normalidad volvió a ser la normalidad y los niños no tardaron en encontrarse jugando de nuevo en el patio, muy cerca del bosque, como habiendo olvidado que ahí había un monstruo.
Hasta que un día ocurrió que dos de ellos discutían en el patio, metidos en el centro de un círculo formado por el resto de los huérfanos
—¡Te odio! —gritó uno de ellos, abrumado por la furia.
El otro lloriqueó.
—Fuiste tú —replicó entristecido, pero enseguida, el sentimiento de la furia se apropió de él—. ¡Todo fue tu culpa!
Por supuesto, la voz del monstruo se hizo oír.
—Fue tu culpa, tu culpa, culpa, culpa, culpa… —dijo lejanamente el monstruo.
Tras la voz, hubo un silencio prolongado. Un silencio pesado como todos los mares del mundo. Un silencio infinito, hasta que un chico suspiró y del bosque, se escuchó el mismo suspiro, perdiéndose en el viento.
Por la noche de ese día, todo se complicó. La voz se hizo escuchar de nuevo, sin embargo, en la oscuridad nocturna, resultaba mucho más aterradora y en especial, porque la voz ya no provenía del bosque, sino de los pasillos, de las esquinas, de debajo de las camas y de las puertas sin cerrar.
—El monstruo está en casa —dijo alarmado un chico, apunto de echarse a llorar.
—Está en casa, en casa, casa, casa...
—¡Todo es tu culpa! —espetó otro furioso.
—Tu culpa, culpa, culpa...
—¡Tu cobardía lo trajo aquí!
—Aquí, aquí, aquí…
—No es cierto —murmuró el niño de cabello rojo derramando lágrimas amargas—, no es cierto —repitió una y otra vez, hasta que levantó la cabeza y no había nadie a su lado. Ya todos se habían ido a dormir, pero el niño no se puso de pie. Se quedó sentado en el suelo, con la cara sobre sus rodillas y pensando con furia, lo injusto que todos eran con él— Son peores que el monstruo —pensó en voz alta—, ellos también son monstruos —murmuró y se quedó dormido sobre sus rodillas.
Por la mañana, el sol se diluía en una bruma densa y la voz del monstruo, se paseaba por los pasillos repitiendo y repitiendo cada palabra, adueñándose de ella y haciendo que todos tuvieran miedo de decirlas. Todos estaban de mal humor. Se peleaban a gritos en medio del pasillo. Se habían vuelto niños malos.
Son todos monstruos, pensó el niño de cabello rojo, mientras otro chico lo volvía a culpar de haber traído al monstruo.
—¡Tú cobardía lo sacó del bosque y lo metió en la casa! —gritó, abriendo la boca como un depredador, entonces, el niño de cabello rojo vio algo.
Comenzó a sudar, los brazos le temblaron y tuvo la necesidad imposible de salir corriendo. Pero se quedó quieto y horrorizado.
Era pequeño, más pequeño que un puño, de color negro, con dos orejas grandes y una boca enorme, dotada con dientes afilados como navajas. Era el monstruo, escondido en la boca del niño. ¡El monstruo!
El niño salió corriendo cuando sus piernas por fin le hicieron caso, se topó con otro huérfano, que malhumorado, le gritó por haberse chocado con él, pero al abrir su boca, el niño pudo ver otro monstruo, escondido en sus encías y sus dientes feos y dispares, como los torcidos árboles del bosque.
Corrió y corrió, los gritos se lanzaban de un lado al otro, el monstruo repetía las palabras en un sin fin de voces. Se fijaba en las bocas de sus amigos y entonces, encontraba nuevos monstruos escondidos en ellas. Corrió más rápido. Lo más rápido que podía. No sabía que hacer, aquel lugar, se había convertido en el lugar de los monstruos.
Subió las escaleras y se encerró en el baño, cerró la puerta y puso enfrente, un armario. Escuchaba pasos afuera. Eran los huérfanos, reunidos alrededor de la puerta del baño. Golpeaban la madera con furia y gritaban, acompañados de mil ecos siniestros. El niño jadeaba, estaba cansado y había monstruos en la casa.
Se recostó contra el armario, haciendo fuerza para evitar que se abriera la puerta. Debía pensar, ¿A dónde podía ir? A un lugar sin monstruos.
Pero el niño no conocía el mundo más allá del orfanato. Nunca lo había necesitado, pues él vivía en un lugar sin monstruos. Antes llamaban a las cosas por sus nombres. Ahora, las cosas, lugares y personas han cogido nombres nuevos y el niño, ya no conocía el nombre de nada, ¿Niño? Que palabra tan curiosa era aquella y desconocida en significado para él.
Pero entonces, sus ojos se abrieron por completo, como si sus globos quisieran salirse de sus cuencas y el niño dio un salto. Se olvidó de la puerta y de los niños coléricos que querían entrar. Caminó hasta el lavabo y se miró en el espejo. Respiró profundo, muy profundo y llevó sus manos a la boca, para abrirla lo más que pudiera, hasta que su piel le dolió y entonces, lo vio, un monstruo más horrendo y siniestro que todos los anteriores.
El niño de cabello rojo lo supo al instante; no había en todo el mundo, un solo lugar en el que no hubiera monstruos y entonces, gritó con todas sus fuerzas, hasta quedarse sin aire en los pulmones, gritó con furia, con rabia y con odio y tras eso, todos los monstruos gritaron en un eco inacabable.
G.M. Lancet,
2024