El camello, arrodillado, esperaba impaciente a que su amo terminase de cargarlo. Un saco, dos, tres, cuatro…
—Pero, ¿cuándo terminará? —decía para sí.
Al fin el hombre chasqueó la lengua y el camello se alzó.
—¡Vamos! —ordenó su dueño tirándole de la brida. Pero el camello no se movió—¡Venga! ¡Adelante! —gritó el hombre, dando un tirón a la cuerda. Pero el camello, apuntalado sobre sus patas, permaneció inmóvil—Ya comprendo —dijo el patrón; y dando un suspiro le quitó dos sacos de la grupa.
—Ahora el peso me parece el justo —murmuró para sí el camello, y se puso en marcha al instante.
Caminaron a buen paso todo el día y el hombre pensó que llegarían hasta el pueblo. Pero el camello, al llegar a cierto lugar, se paró.
—Haz un esfuerzo —pidió el camellero—; unas leguas más y llegamos a casa.
Por toda respuesta, el camello se tumbó en el suelo.
—Mis patas —se dijo— aseguran que por hoy ya han caminado bastante.
Y el hombre se vio obligado a descargarlo y a acampar toda la noche en el desierto junto a él.